Con ojos de niño

La-vuelta-al-mundo---La-Canci%C3%B3n-de-Amina La-vuelta-al-mundo---El-Pedido-de-Inti%20(2)

Con mucha alegría, les presento mi nueva colección de libros para chicos, llamada «La vuelta al mundo». Se trata de cinco libros inspirados en culturas que habitaron (y habitan aún, con distintos grados de cambio y transformación) distintas regiones del planeta: los Inuit (más conocidos como «esquimales»), los Bambuti (popularmente llamados «pigmeos» por su tamaño), los Quechuas, los Indios (más precisamente, habitantes de Kerala, en el Sur de la India), y los Vikingos.

La intención de la colección es destacar ciertos valores que todos los pueblos cultivaron en sus orígenes: el amor por la naturaleza que da cobijo y sustento, la veneración por los ancestros, el respeto por las fuerzas naturales, aun las más oscuras, y una sensación de comunidad que excede el ámbito de lo humano. Más que idealizar a estas antiguas etnias (con sus limitaciones y falencias, como todo en la tierra) los relatos buscan descubrir aquel corazón común de sus vivencias -fundamentalmente, su celebración de la vida- aun vivo y vibrante en cada uno de nosotros, sus remotos sucesores.

Así como -explicó el gran Joseph Campbell- los relatos que los seres humanos creamos para contarnos el mundo tienen una estructura común (un gran mito que contiene a todos los mitos), de igual modo, nuestra relación con el paisaje y las fuerzas que lo animan se nutren de una misma antiquísima fuente, que, bien mirada, se parece bastante al amor.

Unos párrafos de la introducción remiten a esta invisible trama:

«Como las leyendas que narrarran los ancianos bajo las estrellas, estos relatos se nutren de la tierra y el agua, el aire y el fuego que en cada rincón del planeta se fundieron de manera precisa y necesaria para dar lugar a un mundo. Sus protagonistas contemplan a los seres que habitan ese universo, se descubren en ellos y aprenden. Del jaguar, la fiereza; de la hormiga, la constancia; de la montaña, el aplomo; del sol, en su incansable retorno, la esperanza, la osadía, la sorpresa.

Cambian los colores y los escenarios. Algunos apenas adivinan el cielo entre la espesura, otros dialogan a diario con el horizonte. Pero es más lo que une a estos pueblos primigenios que lo que los diferencia. ‘Cada parte de esta tierra es sagrada para mi gente -dijo el cacique Seattle en 1852-. Cada lustrosa hoja de pino, cada costa arenosa, cada bruma en el bosque oscuro, cada valle, cada insecto zumbón, todos son sagrados en la memoria y la experiencia de mi pueblo’.»

Tras los relatos hay una breve introducción a la historia y características de cada pueblo: sus creencias y canciones, sus mitos y sus juegos, su modo de proveerse el sustento y sus recetas de cocina. Hay en estas páginas una intención de corregir algunas visiones distorsionadas o caricaturizadas de estos pueblos que se han instalado, con el correr de los siglos, en el imaginario popular. Una lámina central despliega cada paisaje -hielo, río, bosque, mar, montaña- en toda su riqueza, y un glosario final aclara algunas palabras claves de los idiomas originarios.

Los primeros títulos en publicarse son «El pedido de Inti» (los Quechuas) y «La canción de Amina» (los Bambuti). Seguirán «El secreto de Ukluk» (los Inuit), «El sueño de Bhakti» (los Indios) y «La hazaña de Leif» (los Vikingos).

Ojalá disfruten de las inspiradas ilustraciones de Daniel Roldán tanto como lo hice yo, y que puedan verse reflejados en los sueños, los temores y las hazañas de estos niños y niñas que, al fin y al cabo, están más cerca de lo que parecen.

La canción de los tilos

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El aire de noviembre es una invitación abierta. Primero los jacarandás y su fulgor violeta; después la fiesta blanca de los jazmines; tras caer el sol, las damas de la noche endulzando la penumbra; y ahora, cual regalo tardío, los tilos. No importa que sepamos que están, que ya vienen, que en cualquier momento estallan sus racimos en flor: caminar por Buenos Aires perfumada de tilo siempre es una sorpresa.

Como la banda sonora en las películas, la tonalidad del aire por estos días tiñe todo lo que acontece. Por momentos uno olvida y hace su vida como si no existieran, como si no importaran. Pero ellos no se olvidan de nosotros, su influjo sutil pinta nuestros gestos y nos invita, una y otra vez, a salir de la cerrazón de nuestras cabezas y volver a habitar la tierra.

Quizás ellos lo sepan: hay un parentesco íntimo entre el alma y la naturaleza. Si el alma es aquel principio primario que guía y anima la vida de un individuo, su esencia irreductible, el lugar donde esa esencia se despliega y reconoce es en el universo natural; su espejo. Los pueblos primitivos de todas partes del planeta honraron este vínculo, sabiéndose parte indisoluble del entorno que los nutría, y al cual nunca dejaban de rendirle tributo.

Los indios de las praderas norteamericanas, por ejemplo, iniciaban sus ceremonias honrando con su pipa a las cuatro direcciones, luego al cielo sobre ellos y a la tierra bajo sus pies. De esa manera se colocaban, simbólicamente, en el centro del universo, y se sabían acompañados por los poderes del mundo.

Entre los mapuches (gente de la tierra) de nuestra Patagonia, la espiritualidad no se vivía en templos ni en construcciones: alcanzaba con un claro en la espesura y un baile ritual que lo purificara; era sólo a través del contacto con la naturaleza que se accedía a lo sagrado.

En África central, los Bambuti (mal llamados pigmeos), descriptos por los antiguos egipcios como  “la gente de los árboles”, tienen una única palabra –Ndura– para nombrar al bosque, a la familia y al mundo.

Aunque hoy vivamos en ciudades, mayormente disociados de estos lazos invisibles, una parte más antigua y primitiva de nuestra psiquis aun los recuerda; sabe que los árboles y las plantas, las libélulas y los cascarudos, los vientos y los relámpagos nos constituyen y nos animan. Que no hay forma de cercenar ese vínculo porque lo llevamos impreso bajo la piel, y que todas nuestras creaciones no son más que una continuidad de esos asombros, arquetipos y esplendores (tomando prestado de Borges cierta descripción del paraíso).

Es a esa alma antigua que le hablan, cada noviembre, los tilos en flor. Podremos seguir con nuestras vidas, podremos olvidarnos de cosechar y beber sus aromas, de echarnos bajo su sombra y rendirles tributo, de registrarlos siquiera.

Por lo bajo y en silencio, nuestra alma festeja.

F.F.